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Cascanueces

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El espíritu navideño logra sacar el niño que todos llevan dentro y permite recordar la alegría que se siente el día de Navidad cuando se abre un regalo. Uno de ellos, un cascanueces que cobra vida en la imaginación de Clara. Sin duda, una historia entretenida y llena de fantasía, que lleva al público a ser parte de las aventuras de la protagonista y su hermano en un viaje por el Reino de las Nieves, el País de las Flores y el Reino de los Confites.

El Cascanueces o cómo cruzar el umbral

Por: Teatropedia*

Pues bien, comencemos. Cuando lleguemos al final de este cuento, sabremos algo más de lo que ahora sabemos”: Hans Christian Andersen, la reina de las nieves.

¿Para qué sirven las artes si no para reconocernos en ellas? Para descubrir guiños, para tender puentes, para dejar sembrados interrogantes, no necesariamente con respuestas, para no sentirnos tan solos. Basta mirarlas con el corazón abierto, ni siquiera la cabeza tan preparada, solo los sentidos abiertos, dispuestos, a descubrir, a soñar. Y entonces pasa que cuando logramos conectarnos, algo empieza a latir dentro de nosotros. O el aliento se esfuma por un instante de la emoción, y tal vez sale una lágrima, porque reconocimos en esa voz, en ese baile, en esa pincelada, en ese gesto, algo que nos llenó por dentro, que nos hizo recordar o descubrir. Nos pasa que, como espectadores, los artistas nos hacen sentir. 

La oímos entonces hablar. Recordar sus días de bailarina. Añorarlos. Sentirlos. Soñarlos. Nos habló de la experiencia de la alegría, de la ilusión, de la belleza, de la búsqueda de las seguridades y de eso que nos imaginábamos que era hermoso, de ese anhelo permanente por llegar allí. Era lindo oírla hablar con su voz ensoñada, claramente recordando. Podemos llamar a nuestra bailarina Luz Helena, pero también Carolina o Susana o Teresa. Nos contaba cómo había crecido acompañada amorosamente del Cascanueces de Tchaikovsky. Para todas las bailarinas ha sido parte de su historia con el ballet, su ritual de paso. Narraba cómo había pasado años siendo parte de este baile, primero, bien chiquita, como angelito, soldadito, mirlitones –una especie de flauta– o ratón, para luego seguir como arlequín, flauta dulce y empezar con las danzas españolas o chinas, después hacer el vals de las flores o los copos de nieve para, finalmente, llegar a lo más grande: ser hada de azúcar, gota de rocío, o lo más ansiado: ser Clara, su protagonista. Y haberlo sido. Así, de la dulzura, pasaba al ansia, a la competencia y al deseo. Veía, concluye nuestra bailarina, que allí sucedía algo en todos esos años de la infancia y la adolescencia: que había crecido, en técnica e imponencia. Pero en la vida misma, también. 

Decimos que pasó algo en nosotros cuando, después de una experiencia relevante, ya no somos los mismos. Ya no podemos serlo. Porque descubrimos algo sobre nosotros, o sobre los demás, que nos impide volver atrás. Quizá lo intuimos, pero no lo sabemos explicar. Por eso, una de las más maravillosas formas de entenderlo es a través de las metáforas que las artes nos proponen. Pasamos del asco por el sapo o monstruo de los cuentos de hadas al enamoramiento por ese príncipe que allí dentro se oculta. Nos dicen que no sigamos a cualquiera porque este podría ser el lobo, como nos lo muestra Caperucita Roja. O que el encierro de Rapunzel y su creciente belleza se debe a que está en plena pubertad y hay que evitar a toda costa que un hombre la vea y la desee, como efectivamente sucederá. Descubrimos que el espejo, ese espejo que muestra nuestra belleza juvenil, despierta los más terribles sentimientos de celos contra Blancanieves por quien menos lo esperamos, como nos lo cuentan los Hermanos Grimm: la madre que luego pasa a ser la madrastra y termina siendo la bruja en las últimas versiones de ese icónico cuento en donde la vanidad de “la mala” (no olvidemos que empezó siendo la mamá) fue castigada poniéndole zapatillas de baile con suelas ardientes. Vemos así cómo pasan frente a nuestros ojos las pasiones humanas. El amor, la envidia, la traición o el abandono. Los cuentos son nuestro propio viaje para aprender sobre la vida. 

Así, Cascanueces y el rey de los ratones, originalmente fue un cuento escrito por Ernst Theodor Amadeus (mejor conocido como E.T.A.) Hoffmann, en 1816, retomado 30 años después por Alejandro Dumas (sí, el de Los tres mosqueteros) y finalmente inmortalizado como ballet con música de Piotr Ilich Tchaikovsky y coreografía de Marius Petipa, en 1892. Allí dentro del relato también está todo un universo contenido. La transformación de la protagonista pasa en un sueño, que no es otra cosa que un cruce hacia otro estado –Clara empieza el sueño siendo niña, aún inocente (vaya palabra), y lo termina enamorada, descubriendo el amor (¡pierde la inocencia!)–. De hecho, en la versión original del cuento, Clara no despierta del sueño, lo que para el historiador Jorge Mestre, cuya tesis Hacerlas distintas para siempre: princesas de la tradición literaria en Walt Disney Animation Studios (1937-2016), es perfectamente normal. “Porque el sueño tiene ese significado casi universal de tránsito en el mundo del folklor, es un umbral, así que el que no despierte tiene mucha lógica porque no se trata de que vuelva a despertar sino de que cruce un umbral. Por ejemplo, tanto la bella durmiente como Rapunzel entran en un recinto donde duermen cuando llegan ‘a la edad’ (para hacer este tránsito). (…) Y si en las versiones posteriores de Cascanueces, Clara sale del sueño, para mí tiene que ver con lo mismo de convertir a la mamá en madrastra y finalmente en bruja (de Blancanieves), y es que ya en un escenario moderno quedaría inconcluso el relato si ella no despierta (o si ´la mala´ no es alguien ´malo´, como una bruja…, y sí la mamá). No volver a la realidad sería como dejar un cabo suelto, lo que antes, en el relato popular, no hacía falta”. 

Asimismo, como en casi todos los cuentos, Cascanueces tiene una buena sección de peripecias, que suelen ser de búsquedas precisas en las que hay oponentes –aquí los ratones– y colaboradores claros –el Hada de azúcar–, y eso es clave porque suelen ser momentos donde suceden aprendizajes o cambios fundamentales en los personajes. “En La reina de las nieves –continúa Mestre–, Gerda conoce el mal, y al conocer ladrones descubre sus motivaciones: ese es un conocimiento que no tenía antes, y que, por supuesto, en un cuento que habla del cinismo de la adultez y cómo resistirse a él, es un conocimiento fundamental”. 

Así que si estamos hablando de un relato de paso con Cascanueces, vemos símbolos claros. Si hay una lucha con juguetes, se trata de esa lucha contra las cosas que están en la infancia, y eso tiene que ver con ese paso para volverse adulto. Como cuando le dejamos de decir mamá a nuestra mamá y la llamamos conscientemente por su nombre… nos vemos creciendo y nos empezamos a ir. Y dejamos de ver al soldadito como un muñeco y lo convertimos en príncipe. 

Nuestra bailarina hablaba de belleza, alegría e ilusión. Porque pensar en Cascanueces, ya adulta, la hacía recordar estas emociones vividas en su niñez. Quizá lo mejor de una transición vivida es ser capaz de saberse grande, adulto, aprendido, dolido y amado, pero no tener miedo de volver a un lugar que nos hizo feliz con todo este mundo nuevo encima, el de la experiencia de la vida. Volver a ser niño cuando se quiera, por un instante, durante un sueño, como el de Clara, y así ser el narrador de un cuento, inventárselo. Volver a sentir el poder de la fantasía y allí, crear. Como lo hizo el propio Tchaikovsky, al componer este ballet fundamental para la historia, un año antes de morir en 1893. Necesitaba revisitar ese espacio de la niñez, que le fue arrebatado, para volverla a vivir, de otra manera. 

Soñar, 
para luego despertar. 
Y soñar, de nuevo, cuando se quiera. 

* Teatropedia es un proyecto educativo del Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, más información en www.teatropedia.org. El Cascanueces podrá apreciarlo por Teatro Digital: Una Entrada Para Todos este jueves 6, a las 8:00 p.m., desde cualquier parte del país y del resto del continente por teatrodigital.org.

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